1627 - Nueva Atlántida (Francis Bacon)


Muchos de los romances planetarios del siglo XVII pueden ser considerados utopías, un subgénero que requiere un análisis detallado e independiente. Las ficciones sobre sociedades ideales toman su nombre de la obra de Tomas Moro (1477-1535), Utopía, escrita en latín en 1516. El título es un juego de palabras derivado del griego: «outopos» significa en ninguna parte; «eutopos», un buen lugar; y «utopos», tierra con forma de "U".

La sociedad de Utopía está establecida de acuerdo con criterios de eficiencia: la propiedad de los bienes es compartida, la educación es universal, la población está bien organizada, es productiva y feliz, etc.

Como ya apuntamos antes, el género utópico tuvo un origen y desarrollo paralelo pero independiente al de la CF y, sin embargo, acabó formando parte de ella al compartir ambos la fascinación humana por lo extraño. Las utopías eran tierras lejanas pero alcanzables por los viajeros a través de medios materiales —no místicos, religiosos o mágicos—. No estaba, al fin y al cabo, tan alejado de los viajes a otros planetas propios de la CF.

Hay otras diferencias entre ambos géneros literarios. Las utopías tienden a ser estáticas, inmutables; por ejemplo, los habitantes de la isla de Tomás Moro no eran exploradores ni viajeros (incluso necesitan permiso oficial para visitar otras ciudades vecinas), lo que supone un planteamiento radicalmente opuesto al temperamento inquieto, investigador y viajero propio de la ciencia ficción. Por otra parte, esas sociedades equitativas, pacíficas, casi monásticas en su simplicidad, no pueden parecer menos futuristas. Al contrario, se diría que remiten a una edad dorada extinta hace largo tiempo.

Resulta chocante además que los utópicos cuenten entre sus mejoras sociales la eutanasia, el divorcio y la libertad de culto, todo lo cual era aberrante no sólo para la Europa católica sino para el propio Moro. Éste justificaba semejantes «desviaciones» argumentando que a lo largo de sus 1760 años de historia, a Utopía no había llegado la palabra divina. Puede que no se tratara de la comunidad perfecta, pero sí de un modelo dominado por la ley natural hasta extremos irracionales. Por otra parte, el autor se aplica en relacionar esa tierra imaginaria con su Inglaterra natal: sus dimensiones son las mismas, el número de ciudades-estado de la primera es el mismo que el de comarcas en la segunda, la principal ciudad de Utopía, Amaurotum, es similar a Londres, con un gran río que la atraviesa y diversos enclaves arquitectónicos coincidentes. El didactismo que impregna toda la obra, sin embargo, es claramente católico y la visión utópica resulta ser una sociedad restrictiva y autoritaria.

A partir de Moro se desarrollaría una rica tradición literaria en la que se imaginaban todo tipo de utopías, pero hasta qué punto influyó en la ciencia ficción es difícil de establecer. Ciertamente, en la medida en que las utopías permitían a sus autores sobrepasar las barreras a la imaginación impuestas por las autoridades eclesiásticas, abrían nuevas posibilidades conceptuales que también podían ser utilizadas por la CF. El clérigo italiano Tommaso Campanella (1568-1639) escribió otra utopía en la línea de la de Moro, La Citta del Sole (La Ciudad del Sol) en 1602, publicada en latín como Civitas Solis (1623). En ella describe la ciudad ideal, construida en el interior de siete murallas concéntricas y gobernada por un rey-filósofo benigno llamado Ho, que también cumplía el papel de sacerdote supremo. Como en la Utopía de Moro, la propiedad era colectiva, aunque en este caso el autor se demostró más imaginativo en lo que a la tecnología se refiere: carros impulsados por grandes velas, barcos autopropulsados y máquinas voladoras; en los muros hay escritos científicos y culturales para promover la educación pública. De hecho, están tan avanzados que nadie sufre de enfermedades leves. Su misma forma circular representa una figura perfecta, acorde con la armonía y la razón que ya comenzaba a permear en la clase burguesa.

El principal publicista de las nuevas ideas provenientes del Renacimiento fue Francis Bacon. Su sueño era llevar las elevadas ideas científicas al terreno de lo concreto, de lo cotidiano. Creía que la ciencia podía aplicarse de tal forma que aportara racionalidad al mundo. La Naturaleza se podía comprender y sistematizar, acumulando especímenes, realizando experimentos a una escala masiva y extrayendo conclusiones a partir de las evidencias obtenidas siguiendo un método inductivo. Bacon afirmaba que con un ejército de investigadores bien adiestrados, la acumulación de datos conduciría a la verdad. Su sueño era formar una organización de filósofos que sirviera como base de un nuevo sistema social.

La ciencia ficción en su vertiente utópica fue la herramienta que eligió para anunciar sus ideas. New Atlantis: A Work Unfinished (1627) era la descripción de un mundo quimérico que se ajustaba a su proyecto. Un grupo de mercaderes aventureros que viajan de Perú a China son desviados de su curso por vientos adversos. Acaban llegando a las costas de una misteriosa civilización llamada Bensalem, un paraíso social cuyos miembros cuidan los unos de los otros y donde los conflictos civiles son desconocidos.

En esa utopía ocupa un lugar central una institución conocida como «Casa de Salomón», una especie de laboratorio genérico creado a partir del que había financiado el aristócrata y astrónomo danés Tycho Brahe en Uraniborg (a su vez, la idea de Bacon inspiró la creación de la Royal Society). Los científicos de la «Casa de Salomón» consiguen enormes progresos gracias al método inductivo y a un sistema de recopilación de datos que se basa en espiar y robar cada doce años todo el conocimiento del mundo. Una red de espías recorre el globo reuniendo información. A su regreso a Bensalem se la transmiten a los científicos salomonitas, quienes estudian todo ese caudal de datos, lo ordenan, sistematizan y extraen de ellos avances científicos. La ciencia ficción de Nueva Atlántida defiende una política secular y la utilización de la ciencia como una herramienta del Estado.

Pero los nuevos descubrimientos científicos no despertaban sólo visiones optimistas. Había un lado oscuro en todo ello y las mentes más afiladas de la época no tardaron en detectarlo. La paradoja de la revolución científica era que aquellos que más contribuyeron a ella —Copérnico o Bacon— eran también los más conservadores: conformistas en la religión y convencionales en su pensamiento. Si no eran del todo ortodoxos era sólo porque creían que la ortodoxia se había apartado del sendero de la razón.

Bacon creía que la ciencia, organizada y gestionada por el Estado, devendría inevitablemente en progreso material, un progreso limpio y expurgado de las nociones de otros tiempos; sin embargo, era víctima de sus propias críticas. Desarrolló una ideología del poder de tipo medieval en torno a su idea de «monstruosidad». La gente, según Bacon, había «degenerado desde las leyes de la naturaleza», habiendo caído en un estado físico y mental que calificaba de monstruoso, una hipótesis tomada de la antigüedad clásica y la Biblia. Entre los muchos que merecían la aniquilación estaban los «Indios occidentales, los canaanitas, los piratas, vagabundos, asesinos, las amazonas y los anabaptistas».

Bacon veía en sus sueños una utopía del conocimiento, un imperio levantado sobre la sólida base de la ciencia. Afirmaba estar buscando «ensanchar los límites del imperio humano para hacer posible cualquier cosa». El problema es que esa ansia de poder, de expansión, aplastaba todo lo que no tenía cabida en su interior: el Imperio Británico comenzaría poco después su florecimiento y difusión, expropiando a pueblos enteros de sus tierras, explotando sus recursos y alterando su forma de vida, todo para beneficio de un imperio sostenido por el comercio y la tecnología en forma de navegación, armamento, ferrocarriles, telares mecánicos... En buena medida, la ideología subyacente se apoyaba en la utopía de Bacon.

Porque, como hemos dicho, Bacon entendía que la comprensión de la Naturaleza nos brindaría los medios para controlarla y, por tanto, extraer un beneficio material de ella. Sin embargo, hay una distancia nada despreciable entre la idea y su consecución, como pronto averiguaría la Royal Society inglesa, abanderada del nuevo pensamiento y que prometía más de lo que podía en verdad ofrecer. Por otra parte, esta nueva filosofía dividía el universo en dos partes: una física, abierta a la ciencia; y otra moral, terreno propio de la revelación divina. La ficción (y, concretamente, la ciencia ficción) podía explorar las pasiones humanas y la esfera política, campos estos en los que la ciencia no debía intervenir. No faltaban razones para que aparecieran críticos a estos planteamientos. Uno de ellos fue Jonathan Swift (del que hablaremos más adelante).

Hay quien ha propuesto incorrectamente la obra de Bacon como el primer libro de ciencia ficción. Ciertamente contiene algo de ciencia especulativa, como una alusión a submarinos y autómatas, pero carece de narrativa y la segunda parte, inconclusa a la muerte de su autor, no es más que una lista ("Prolongación de la vida, la restitución parcial de la juventud, el retardo del envejecimiento, la cura de enfermedades antes incurables", y así hasta 33 ideas sin desarrollar).

Originalmente publicado en Un universo de Ciencia Ficción

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