Mientras Kepler profundizaba en los mecanismos del universo copernicano y se convertía en su más destacado defensor, el obispo de la localidad galesa de Llandaff, Francis Godwin, escribía la primera narración de viajes espaciales en lengua inglesa. The Man in the Moone: or A Discourse of a Voyage Thither, by Domingo Gonsales (El hombre en la Luna o una disertación sobre el viaje hasta allí, por Domingo Gonsales) es otro trabajo clave en la ciencia ficción primitiva.
Publicado póstumamente en 1638, el obispo comenzó a escribir la obra en 1589. Por desgracia, no vivió para ver el fenomenal éxito que cosechó: dos docenas de ediciones hasta el siglo XVIII y traducciones a muchas otras lenguas, incluyendo el francés, el holandés y el alemán. La novela de Godwin fue considerada como el viaje espacial arquetípico durante los siguientes cien años. Incluso autores del siglo XIX como Julio Verne o Edgar Allan Poe lo mencionaban como una de sus principales influencias.
El viaje de Godwin capturó la imaginación de John Wilkins, Primer Secretario de la Royal Society británica. Wilkins había publicado The Discovery of a World in the Moone (1638), una obra que en realidad servía como vehículo de transmisión de conocimiento científico, pero que contribuyó al debate sobre la posible existencia de otros mundos habitados. Su tercera edición fue revisada para hacer constar la popularidad del trabajo de Godwin. El capítulo catorce revisado finaliza así:
«Habiendo de esta forma concluido esta disertación, me atreví con una última fantasía con el mismo objetivo, bajo el nombre ficticio de Domingo Gonsales, escrito por un sabio religioso ya fallecido; en el que (además de varios detalles en los que este capítulo coincide sin pretenderlo) se narra una fantasía muy agradable y bien ideada sobre un viaje a ese otro mundo».
Wilkins y el propio Godwin consideraban que el principal tema de la obra del segundo era la posibilidad de un viaje espacial a otro planeta. Pero hay otra cosa igualmente importante: El hombre en la Luna es el primer libro de la historia en narrar un contacto alienígena. Como Wilkins, Godwin creía que dicho contacto era una posibilidad real; el que tuviera lugar sólo era cuestión de tiempo. Los recientes descubrimientos de Galileo sobre la Luna hacen acto de presencia en el libro de Godwin y, de hecho, el prefacio acredita a Galileo como descubridor de ese nuevo mundo.
Godwin había nacido en 1562, hijo de Thomas Godwin, obispo de Bath y Wells. Fue durante sus estudios en Oxford cuando Giordano Bruno dio allí sus conferencias sobre la posibilidad de vida fuera de la Tierra. Puede que fuera Bruno quien inspirara al joven Godwin la idea de una Luna habitada, aunque fue gracias a Galileo que tal posibilidad comenzó a cobrar cierto peso.
Mientras vivió en Llandaff, Godwin mantuvo lucrativos contactos con los comerciantes locales. Capitanes de navíos y mercaderes de los puertos de Cardiff y Bristol compartían la mesa de Godwin en su palacio de Llandaff, a tan solo cinco kilómetros de los muelles de Cardiff. Aunque en realidad Godwin lo que intentaba era reunir fondos para restaurar la catedral, en aquellas veladas tuvo oportunidad de escuchar los relatos que los marinos narraban acerca de sus descubrimientos y sus aventuras en tierras lejanas. Cuando Godwin escribió su obra reprodujo el estilo de los cuadernos de bitácora de los navegantes de entonces.
El protagonista de El hombre en la Luna es Domingo Gonsales, cuyo viaje le lleva a lugares tan dispares como la isla de Santa Elena, la Luna y China. Durante su peripecia, Gonsales atrapa y adiestra cuatro gansos silvestres, utilizándolos como primitiva máquina voladora. A su vuelta a España, su barco es atacado y hundido por corsarios británicos. En su evasión, Gonsales se amarra a los pájaros, que lo alzan por los cielos hacia su lugar de hibernación en la Luna. Su vuelo interplanetario, aunque fantástico, confirma el modelo copernicano: la Tierra no es el único centro de gravedad del Universo y gira sobre su propio eje:
«Cuando descansamos... o bien éramos suavemente arrastrados (porque yo no percibía tal movimiento) alrededor del globo de la Tierra; o bien (de acuerdo con la opinión de Copérnico), la Tierra se mueve y gira perpetuamente, de Oeste a Este».
Al dejar la Tierra, Gonsales pesa cada vez menos, recuperando peso al alcanzar la Luna. Está claro que Godwin trataba de expresar el principio de gravitación. Tanto en la ficción como en la realidad, había llegado el turno de la gravedad. Sugerida por Godwin y Kepler, fue finalmente comprendida, analizada y establecida en sus principios fundamentales por Isaac Newton en sus Principia (1687).
Tras un vuelo de doce días, Gonsales aluniza sobre una colina para encontrarse con que nuestro satélite se parece mucho a la Tierra, pero a mayor escala. La gente, las plantas y los animales alcanzan proporciones gigantescas. De hecho, en la jerarquía social selenita, la estatura es signo de nobleza. Los «lunares auténticos» son treinta veces más altos que los humanos y no sólo viven treinta veces más, sino que llevan una existencia idílica. En contraste, los «lunares enanos» son poco más altos que los terrestres, no viven más de ochenta años y están relegados a las tareas menos importantes. A la vista de este panorama, Gonsales no tiene más opción que considerarse inferior.
Godwin describe el mundo lunar como una utopía, pero al rascar la superficie, aparecen detalles que empañan esa visión sublime. Cierto, incluso los «lunares enanos» son más virtuosos que sus contrapartidas terrícolas, las heridas más graves tienen fácil cura, el crimen es desconocido, las mujeres selenitas son tan bellas que ningún varón comete adulterio... Pero también se nos revela que practican una forma radical de eugenesia: los defectos congénitos se identifican al nacer y como los lunares no matan, esos seres «tarados» son enviados hacia la Tierra, concretamente a Norteamérica.
Godwin se atrevió a sugerir que los extraterrestres no sólo podían ser superiores a nosotros, sino también más felices. El Somnium de Kepler había planteado unas condiciones de vida en otro planeta ciertamente miserables, una pesadilla si se comparaba con la Tierra. Pero, desarrollando su idea de contacto extraterrestre, Godwin apuntó hacia la posibilidad de evolución: el universo puede albergar razas más evolucionadas que el hombre. Fue una idea que sólo doscientos años más tarde empezaría a ser aceptada de forma general.
Como el resto de romances interplanetarios que aparecieron entre los siglos XVII y XVIII, el de Godwin hubo de mostrarse muy cauteloso en las implicaciones teológicas inherentes a sus fantasías. No sólo los católicos perseguían con empeño lo que consideraban graves desviaciones doctrinales (el caso de Galileo es famoso, aunque no tan trágico como el de Giordano Bruno, ambos comentados anteriormente). Aunque los países protestantes (Gran Bretaña, Holanda, regiones de Alemania) no se mostraron tan represores u hostiles hacia la actitud interrogadora de la ciencia o la exploración imaginativa del nuevo universo, los pensadores que en el siglo XVII vivieron en esas naciones no disfrutaron tampoco de plena libertad intelectual. De hecho, una de las características de la ciencia ficción escrita en ese siglo es la insistencia con la que continuamente se plantea la cuestión de la primacía del sacrificio de Cristo. Mientras que los astronautas de nuestros días encuentran extraterrestres e inmediatamente les saludan con algo en la línea de «Venimos en paz», los viajeros estelares de las narraciones de aquellos tiempos deseaban escuchar la respuesta a la pregunta: «¿Creéis en Jesucristo?».
Godwin no sólo participaba del pensamiento intelectual de su tiempo, sino que él mismo era un hombre religioso. Cuando su héroe llega a la Luna y se topa con sus habitantes, sus primeras palabras son «Jesús María»: «No había acabado la palabra "Jesús" de salir de mi boca cuando jóvenes y ancianos hincaron sus rodillas, lo que me satisfizo no poco, levantando sus manos en alto y repitiendo ciertas palabras que no comprendí».
Se trata de un detalle importante, porque para Godwin y sus lectores, los extraterrestres no eran curiosidades esotéricas, sino la prueba de la verdad divina. En el trabajo de Godwin, los selenitas estaban lo suficientemente cercanos a la Tierra como para compartir la creencia en el poder redentor de Cristo. No fue un caso único; todas aquellas fantasías espaciales de este periodo en las que aparecían seres inteligentes de otros mundos se preocupaban por las consecuencias que una pluralidad de planetas habitados tendrían para la revelación cristiana. Discovery of a World in the Moone (1638), de Wilkins por ejemplo, postula la existencia de selenitas, pero a continuación se pregunta si tales seres son de la «semilla de Adán, si se hallan en un estado de gracia o, si no, qué caminos puede haber para su salvación». Estas reflexiones aparecerían una y otra vez en los siglos XIX y XX, en obras de autores como C.S.Lewis, James Blish o Dan Simmons.
El hombre en la Luna es una obra clave de la ciencia ficción primitiva. La idea de vida alienígena era nueva y emocionante, y gracias a Kepler y Galileo, la posibilidad de vida extraterrestre parecía real por vez primera.
Originalmente publicado en Un universo de Ciencia Ficción
Buenísimo artículo. Gracias.
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