Utopías y distopías - parte 2 de 2

FAHRENHEIT 451 (1953), de Ray Bradbury

Esta sociedad distópica más parecida a la visión de Huxley que a las de Orwell, puesto que lo que hace Bradbury es mostrar una futurista sociedad de consumo, altamente tecnificada, en el país líder del capitalismo: Estados Unidos. El protagonista acá es Montag, un bombero que en vez de apagar los incendios, los produce. Los bomberos de la novela se encargan de deshacerse —por vía del fuego— de todos los libros que encuentran, puesto que en su mundo la literatura y demás expresiones artísticas, se encuentran prohibidas. Todo va bien para Montag, hasta que conoce a una excéntrica adolescente, Clarisse, y su seguridad comienza a desmoronarse; en adelante Montag comenzará —tal como el protagonista de 1984— un viaje interior de autodescubrimiento.

Aparte de las distintas correspondencias negativas —es decir, las oposiciones con la obra de Tomás Moro—, una de las ideas fundamentales de esta poética novela de Bradbury, es el papel que cumple la literatura en ella.

«Dale unos cuantos versos a un hombre y se creerá que es el Señor de la Creación. Creerá que con los libros, incluso podrá andar sobre el agua», le dice a Montag su jefe, puesto que la literatura es el germen del pensamiento original y del desborde de la imaginación. Un régimen totalitario no se puede dar el lujo de fomentar la rebelión y el descontento por medio del desarrollo de pensamientos ajenos al que promueve su dogmatismo.

Una vez más en una distopía, el concepto y la institución de la familia se encuentran negados, lo que dista de la valoración de la familia en Utopía:

«La ciudad se compone de familias y estas se forman por parentesco. Las mujeres, al llegar a edad oportuna, se casan e instalan en el domicilio del marido, pero los hijos varones y luego los nietos permanecen en la familia prestando obediencia al más anciano de los parientes, siempre que la inteligencia de este no se hubiese debilitado con los años (…)».

También en caso de guerra:

«Si bien a ninguno obligan a ir a una guerra en el exterior contra su voluntad, no prohíben a las mujeres que lo deseen acompañar a sus maridos, para que los alienten e inflamen con sus alabanzas, señalando a cada uno su lugar en el combate junto a su respectivo consorte y rodeando a éste de sus parientes más próximos que, en caso necesario, le presten ayuda a que por ley natural están obligados. Tienen por muy grande afrenta el que un cónyuge regrese sin el otro o un hijo sin su padre, por lo cual, una vez trabado el combate y mientras el enemigo opongo resistencia, luchan hasta la muerte en feroz y lamentable pelea».

De este modo en la isla de Utopía la familia es un lazo irrompible al que se venera. En cambio en Fahrenheit 451 se observa el siguiente discurso:

«Pete y yo siempre hemos dicho que nada de lágrimas ni algo por el estilo. Es el tercer matrimonio de cada uno y somos independientes. (…) Él me dijo “Si me liquidan, tú sigue adelante y no llores. Cásate otra vez y no pienses en mí”.
»Tengo a los niños en la escuela nueve días de cada diez. Me entiendo con ellos cuando vienen a casa tres días al mes. No es completamente insoportable. Los pongo en el SALÓN y conecto el televisor. Es como lavar ropa; meto la colada en la máquina y cierro la tapadera».

Sin embargo, pese a esta atmósfera de frialdad en las relaciones humanas, donde es un crimen detenerse a contemplar la belleza de los paisajes naturales, Montag se da cuenta de que sí existe la utopía y que se encuentra a la vuelta de la esquina:

«De la casa de Clarisse, por encima del césped iluminado por el claro de luna, llegó el eco de unas risas; la de Clarisse, la de sus padres y la del tío que sonreía tan sosegado y ávidamente. Por encima de todo, sus risas eran tranquilas y vehementes, jamás forzadas y procedían de aquella casa tan brillantemente iluminada a avanzada hora de la noche, en tanto que todas las demás estaban encerradas en sí mismas, rodeadas de oscuridad».
Así, un mundo inauténtico sólo necesita de la autenticidad y la alegría sincera para que exista la esperanza.


EL CUENTO DE LACRIADA (1985), de Margaret Atwood

De las cinco distopías leídas, analizadas y contrastadas para este trabajo, ésta resulta ser la más particular de todas: en primer lugar, es la única escrita por una mujer y ello hace que al menos como obra dentro del género de ciencia ficción, posea un grado intimista al cual tan sólo la novela de Bradbury se acerca. Si Orwell es duro y gris en su narración y descripción de los tormentos de Winston, Margaret Atwood es tan poética como Ray Bradbury y le da a su obra un clima de melancolía y belleza pese a las vicisitudes de su personaje principal (de por sí, por lo general, la ciencia ficción y la fantasía escrita por mujeres posee estas virtudes). Por otro lado, el mundo que muestra la autora no es ni de corte tecnocrático, ni marxista, ni militarista. Para describir mejor esta particular distopía, citaré la reseña que sale en el lomo de una de las ediciones del libro:
«(…) se sitúa en un futuro próximo y describe la vida en lo que antaño fue Estados Unidos, convertido en una teocracia monolítica que ha reaccionado ante los trastornos sociales y ante una disminución progresiva del índice de natalidad con un retorno a la intolerancia regresiva de la ideología puritana».
La novela en cuestión es el diario de vida de una joven mujer que cumple el rol de criada, el cual consiste en vivir como esclava en la casa de una de los matrimonios de élite de su sociedad, para ser preñada en un extraño rito que se origina de la lectura literal y fundamentalista de un fragmento de la Biblia:

«Y viendo Raquel que no daba hijos a Jacob, tuvo envidia de su hermana, y dijo a Jacob: Dame hijos, o me moriré.
»Y Jacob se enojó contra Raquel, y le dijo: ¿Soy yo, en lugar de Dios, quien te impide el fruto de tu vientre?
»Y ella dijo: He aquí a mi sierva Bilhah; entra en ella y parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hijos de ella».
Génesis, 30:31

En la obra, el texto bíblico se encuentra llevado a cabo con una literalidad increíble:

«Me tiendo de espaldas, completamente vestida salvo el saludable calzón blanco de algodón (…).

»Detrás de mí, junto al cabezal de la cama, está Serena Joy, estirada y preparada. Tiene las piernas abiertas, y entre estas me encuentro yo, con la cabeza apoyada en su vientre, la base de mi cráneo sobre su pubis, y sus muslos flanqueando mi cuerpo.

»Tengo los brazos levantados; ella me sujeta las dos manos con las suyas. Se supone que esto significa que somos una misma carne y un mismo ser. Pero el verdadero sentido es que ella controla el proceso y el producto de éste, si es que existe alguno (…).
»Tengo la falda roja levantada, pero sólo hasta la cintura. Debajo de ésta, el Comandante está follando. Lo que está follando es la parte inferior de mi cuerpo (…)».

En esta obra, donde el antes llamado Estados Unidos de América sucumbió a una guerra que todavía sostiene, la mayoría de las mujeres se ha vuelto infértil producto de las armas bioquímicas. Es un mundo que ha vuelto al pasado, pese a que se da en el libro noticia de que otras zonas del mundo (como Japón) siguen el curso normal de las cosas y donde se considera a las mujeres una posesión, así como la fuente de la mayoría de los pecados carnales. Por lo tanto, El Cuento de la Criada se parece mucho más a lo que describe Nathaniel Hawthorne en La Letra Escarlata, que a la distopía orwelliana u otras, donde se hace evidente en la intolerancia religiosa del protestantismo de su país.

En el libro también se hace mención a una serie de enfrentamientos contra la resistencia de otras religiones en la novela. Sólo una fe es la válida. En cambio se dice en la obra de Tomás Moro:

«(…) una de las más antiguas leyes utópicas dispone que nadie sea molestado a causa de sus creencias».
En esta obra, también existe un sistema de castas, pero en este caso más dirigido hacia las mujeres, si bien solo algunos hombres cuentan con el privilegio de poseer una mujer fértil.

La novela no sólo plantea una distopía, sino que también diserta sobre el papel de la mujer y su rol en la sociedad.


UNA CONCLUSIÓN

Tras leer la Utopía de Tomás Moro, está claro que el mundo que muestra es una idealización de lo mejor del ser humano, llevado a la práctica en una sociedad ideal. Una civilización como la de Utopía es una quimera, puesto que su desarrollo en el planeta implica una predisposición y voluntades de hierro entre todos sus participantes, cosa difícil de llevar a la práctica. «El mal atrae a los hombres, como la miel a las abejas», afirmó una vez el Premio Nobel de Literatura Sir William Golding. La predisposición a la maldad y la debilidad de nuestra especie es algo que llevamos en nosotros casi de forma hereditaria, tal como este autor demostró con su novela ambientada en la prehistoria Los Herederos.

Es necesario creer en ideales, en utopías que muevan al ser humano a sacar lo mejor de sí mismo, y luchar por un mundo más justo y noble, pero esta es una empresa particular y convertirla en un contrato social es muy difícil.

Tomando en cuenta las ideas de arriba, y la propia experiencia de nuestra historia, es más fácil llegar a un mundo corrupto, donde la libertad se vea suprimida día a día, en beneficio de un reducido grupo de gente, que conseguir el Paraíso en la Tierra. Las distopías dan cuenta de ello, a manera de reflexión sobre los males sociales. El abuso de poder, la violencia, la intolerancia y otros males siempre han existido; si no tomamos conciencia de ellos nunca podremos saber qué nos falta para superarnos y mejorar.

La utopía es una obra que habla sobre la felicidad y la consagración del espíritu humano como un todo entre cada uno de los que conforman un pueblo. La distopía es, en cambio, la obra que habla sobre la pérdida de la felicidad, o de la merma de su sentido más sublime —en las distintas obras analizadas, se ve que los personajes creen ser felices en medio de su miseria o se evaden de sus preocupaciones por medio de numerosos actos escapistas que en vez de darles verdadera dicha, sólo les otorgan un placer momentáneo y perecedero—. Si de esto trata la novela distópica, entonces estamos frente a una literatura profundamente moralista, que no desea otra cosa que criticar los vicios sociales y promover la reflexión suficiente para provocar el cambio positivo.

Cada uno de los totalitarismos vistos en las cinco obras analizadas aquí, fue producido por una crisis social de algún tipo—por lo general una guerra—. Si la opinión pública y los poderes del Estado son capaces de considerar erróneamente que el mejor remedio para sanar la enfermedad es recurrir a la fuerza y la opresión, se nos muestra que sin un desarrollo de la espiritualidad es imposible que una sociedad logre en realidad la estabilidad y el bien común que busca (pues, al final, la mayoría sale perdiendo). De este modo la distopía menosprecia la herencia cultural del pasado, la tradición, la realización personal, la individualidad, el arte, la risa sincera: en fin, todo lo que en la isla de Utopía se encuentra en abundancia.

Las distopías no permiten el desarrollo individual y censuran todo tipo de visión diferente a la de su dogmatismo. Pero a larga siempre hay resistencia, tal como sucede con los protagonistas de estas obras, puesto que nuestra naturaleza implica la diversidad y la lucha por la libertad. Los finales no siempre son buenos como en Fahrenheit 451, donde todavía hay esperanza gracias al espíritu emprendedor de quienes conservan en su memoria el legado de sus antepasados, pero al menos nunca habrá un respiro para los opresores.

Si la utopía muestra un ideal en que a la mayoría le gustaría vivir, las distopías hieren los sentidos con sus atrocidades para que digamos «No quiero esto» y hagamos lo posible por evitarlo.

Todo se reduce, finalmente, a la búsqueda de la felicidad —no importa el escenario que sea— y el hombre hará lo que esté a su disposición para conseguir aquello que, considera, lo acerca más a su objetivo.

Oiginalmente publicado en El Cubil del Cíclope

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