Los mundos habitables


Recreación artística por Luciano S. Méndez
Uno de los tópicos más arraigados de la ciencia ficción, ya desde sus inicios, es el de la existencia de una infinidad de planetas, desparramados por toda la galaxia, pertenecientes a lo que comúnmente se suele denominar tipo Tierra, caracterizados como su propio nombre indica por ser capaces de sustentar una vida muy similar, cuando no idéntica, a la de nuestro viejo planeta.

Dicho con otras palabras, el universo estaría repleto de réplicas terrestres que, con ligeras variantes, reproducirían unas condiciones físicas prácticamente iguales a las del tercer planeta del Sistema Solar: tamaño, gravedad, atmósfera, climatología... lo que permitiría a la especie humana expandirse por el cosmos hasta crear los vastos imperios galácticos —o cualquier otra estructura política— que tanto nos han hecho disfrutar a los aficionados al género. En resumen, este modelo no sería otro que la extrapolación, a escala galáctica, de las viejas estructuras políticas y sociales del ekumene grecorromano.

Todo esto resulta, sin discusión, enormemente atractivo, ya que abre unas perspectivas inmensas a la imaginación, trátese de la Fundación asimoviana, de la Guerra de las galaxias o de cualquier otro relato o película de ciencia ficción cuyo ámbito se extienda más allá de las estrechas fronteras del Sistema Solar. Pero, ¿se trata de un modelo científicamente viable? Es decir, si consiguiéramos vencer las barreras que nos separan de las estrellas más cercanas, ¿podríamos colonizar sus planetas tal como hicieron los griegos antiguos por toda la cuenca del Mediterráneo?

Lamentablemente, la explicación ha de ser por fuerza cautelosa. Para empezar poco o nada es lo que sabemos acerca de la posible existencia de planetas habitables orbitando en torno a otras estrellas, por más que los periodistas, siempre tan atentos al sensacionalismo como desconocedores de la realidad científica, hayan publicado en grandes titulares, y en más de una ocasión, el descubrimiento de planetas aptos para la vida, algo que desde un punto de vista objetivo tan sólo ha existido en su febril imaginación.

Y no es que no se haya avanzado en este campo durante los últimos años; de hecho, los descubrimientos de planetas extrasolares han sido —desde un punto de vista científico, puntualizo— auténticamente espectaculares, hasta el punto de que, según datos actualizados al 9 de diciembre de 2011, en esta fecha se tenían registrados 581 sistemas planetarios, 84 de ellos múltiples, y 708 planetas.

Pero de ahí a poder afirmar que se ha descubierto una segunda Tierra media un verdadero abismo. Para empezar, hay que tener muy en cuenta que, con los medios tecnológicos actuales, resulta extremadamente difícil observar telescópicamente —es decir, verlos— a los planetas pertenecientes a sistemas planetarios de otras estrellas, ni siquiera de las más cercanas a nosotros. Por ello, la detección de los exoplanetas se suele realizar casi siempre por métodos indirectos que registran las pequeñas alteraciones en las estrellas centrales producidas por las perturbaciones de los planetas que giran en torno suyo, tales como la medición de la velocidad radial, la astrometría, los tránsitos, las microlentes gravitacionales, las variaciones en el tiempo de tránsito, las perturbaciones gravitacionales... tan sólo una pequeña parte de los exoplanetas conocidos han sido descubiertos por observación directa, teniendo todos ellos en común su gran tamaño, superior incluso al de Júpiter, lo que les descarta como posibles candidatos a albergar vida, al menos tal como la conocemos.

Incluso en los casos en los que son descubiertos indirectamente, y salvo excepciones, la gran mayoría de estos exoplanetas suelen ser bien gigantes gaseosos al estilo de Júpiter o bien incluso enanas marrones, unos astros intermedios entre los gigantes gaseosos y las verdaderas estrellas. Téngase en cuenta que, para ser detectados, los exoplanetas han de poseer una gran masa, estar muy cerca de su astro principal o ambas cosas a la vez, condiciones que los convierten en inhabitables.

Evidentemente la cuestión estriba en dar un paso más y poder detectar planetas rocosos —término más correcto que tipo Tierra—, algo mucho más difícil desde el punto de vista tecnológico si tenemos en cuenta que la masa de nuestro planeta es más de trescientas veces menor que la de Júpiter y quince veces menor que la de Urano, el más pequeño en masa de los cuatro planetas gigantes del Sistema Solar, mientras que si consideramos el volumen las diferencias son todavía mucho mayores: dentro de Júpiter cabrían más de 1.300 Tierras, y dentro de Neptuno, el planeta gigante de menor tamaño, casi 60.

En realidad poco es lo que se sabe todavía sobre el límite de tamaño entre los planetas rocosos y los gigantes gaseosos, dado que la brecha existente entre ambos grupos en el Sistema Solar —el único que conocemos lo suficiente— es, como se acaba de ver, enorme. Por otro lado, y para sorpresa de los astrónomos —que en un principio creían que los sistemas planetarios extrasolares seguirían un modelo similar al de nuestro Sistema Solar—, los conocimientos actuales, aunque incompletos ya que tan sólo alcanzamos a identificar a los planetas más masivos de los mismos, indican que la realidad es mucho más variada e insospechada de lo que se pudiera haber pensado.

Corot-7b
En cualquier caso, tan sólo en fechas muy recientes se han comenzado a descubrir astros a los que los astrónomos han identificado como exoplanetas rocosos. El hallazgo del primero de ellos, Corot-7b, fue comunicado en septiembre de 2009; su masa ha sido estimada en cinco veces la de la Tierra y su diámetro en 1,7 veces superior al de nuestro planeta, lo que conlleva un desagradablemente elevado valor de la gravedad. Todavía peor es que está tan cerca de su estrella, que su temperatura superficial ha sido estimada en unos dos mil grados centígrados. Desde luego, no es un lugar en el que nos encontraríamos demasiado cómodos.

Kepler-78b
Otro exoplaneta rocoso, que fue presentado en enero de 2011 como el más pequeño descubierto hasta entonces, es Kepler-10b, algo menor —aunque no demasiado— que el anterior, con tan sólo 4.5 masas terrestres y un diámetro 1,4 veces mayor. En cuanto a su temperatura superficial —también orbita muy cerca de su estrella—, ésta se ha calculado en casi 1.400 grados. Lamentablemente, tampoco nos sirve de mucho.

Y eso es lo que hay al día de hoy: todavía no ha sido posible descubrir un exoplaneta lo suficientemente similar en tamaño a la Tierra como para que la gravedad no nos aplaste, y lo razonablemente alejado de su estrella como para que no nos achicharremos. No olvidemos tampoco que no nos sirve cualquier estrella, ya que las más luminosas tienen la desagradable costumbre de emitir grandes cantidades de radiación perjudicial, rayos ultravioleta e incluso rayos X, mientras las más mortecinas apenas si calientan lo suficiente para caldear sus hipotéticos planetas. Por fortuna las estrellas tipo Sol, es decir, enanas de tipo espectral G —amarillas— o K —anaranjadas— son muy abundantes en el universo.

Esto no quiere decir que no puedan existir planetas de este tipo; probablemente existirán, pero para encontrarlos será preciso que las técnicas utilizadas aumenten todavía más su sensibilidad. Por esta razón, conviene no hacer demasiado caso a los titulares sensacionalistas del tipo «Se ha descubierto un planeta habitable», «Se ha descubierto una segunda Tierra» o similares con los que de vez en cuando nos bombardean los medios de comunicación; no hay tales, al menos de la forma en la que son sugeridos por los periodistas.

Gliese-581g
Uno de estos revuelos fue provocado porque unos astrónomos norteamericanos comunicaron, en septiembre de 2010, que habían encontrado un exoplaneta, bautizado Gliese-581g, que orbitaba dentro de la denominada zona de habitabilidad, o ecosfera, que es aquella en la que las condiciones de irradiación solar permiten la existencia de vida similar a la de la Tierra. En lo que no se fijaron los periodistas, o no quisieron fijarse, fue en el pequeño detalle —también comunicado por estos astrónomos— de que su masa era algo más del triple de la terrestre, con lo cual si bien en él no nos freiríamos ni nos congelaríamos, sí estaríamos un pelín aplastados por la gravedad. Por cierto, quizá les haya llamado la atención que, pese a lo comentado anteriormente, Gliese-581g tenga una masa inferior a la de Kepler-10b; la razón de esta aparente incongruencia se debe a que los parámetros de Gliese-581g todavía no están confirmados, por lo cual no figura aún en la relación de exoplanetas descubiertos a la que hice alusión al principio de este artículo. No obstante, se trata de algo que avanza tan deprisa que probablemente estos datos no tardarán en quedar anticuados.

Así pues, conviene ser optimistas sin incurrir, claro está, en la exageración; todo parece indicar que los sistemas planetarios son algo extremadamente frecuente en el universo, por lo que es de esperar que, cuando nuestras técnicas de detección lo permitan, lleguen a ser descubiertos auténticos planetas de tipo terrestre, es decir aquellos en los que tanto su tamaño como su irradiación sean equivalentes, dentro de unos márgenes razonables, a los de la Tierra. Sólo es cuestión de tener paciencia.

Por desgracia, estos dos parámetros no garantizan por sí solos la habitabilidad de estos hipotéticos astros, ya que existen otros factores que es necesario tener también en cuenta. Evidentemente necesitaremos una atmósfera, y ésta tendrá que ser no sólo respirable, sino también con una presión adecuada. Aunque según los modelos de evolución de la Tierra la atmósfera actual no tiene nada que ver con la primigenia, compuesta básicamente de dióxido de carbono y carente de oxígeno, para poder respirar en un hipotético exoplaneta de tipo terrestre necesitaríamos que este proceso hubiera tenido lugar de forma similar a la Tierra, lo que necesariamente implica la existencia de vida puesto que fue ésta, y en concreto las plantas primitivas, la que originó el oxígeno que respiramos. Este condicionante nos introduce una nueva variable que consideraremos más adelante.

Además de oxígeno necesitaremos agua, mucha agua... por fortuna ésta es sumamente abundante en el Sistema Solar, aunque la mayor parte de ella esté congelada en los confines del mismo, por lo que cabe suponer que ocurra algo similar en otros sistemas planetarios.

Bien, tenemos un planeta de tamaño similar a la Tierra que orbita a la distancia adecuada para que su temperatura sea compatible con la vida, y suponemos que éste dispone de una atmósfera adecuada y de agua suficiente para albergar vida. ¿Nos basta?

Lamentablemente, no. Fijémonos en lo que tenemos más cerca, nuestro propio Sistema Solar, y más concretamente en la ecosfera del mismo, que abarca de forma aproximada desde la órbita de Venus hasta la de Marte. Es decir, sin abandonar siquiera nuestro entorno tendríamos dos candidatos potenciales a albergar vida, nuestros vecinos Venus y Marte, el primero de ellos de un tamaño prácticamente idéntico al de la Tierra —su masa es un 80%, y su volumen un 85% de los correspondientes terrestres— y el segundo algo más pequeño, aunque no demasiado astronómicamente hablando. Sí, ambos están muy al borde de la ecosfera, el primero por la parte interior y el segundo por la exterior; pero esto podría ser soslayable sin más que habitando en las latitudes polares de Venus y en las ecuatoriales de Marte, donde las temperaturas podrían ser comparables a las de las latitudes templadas de nuestro planeta. Pero...

Empecemos por Venus, a priori el candidato más idóneo. Este planeta presenta el pequeño inconveniente de que su atmósfera está compuesta en su mayor parte por dióxido de carbono, con una pequeña cantidad de nitrógeno y trazas de gases menores, entre los que no se encuentra el oxígeno... es decir, es muy parecida a la atmósfera primitiva de la Tierra. Pero, ¿por qué no evolucionó? Simplemente porque en Venus no llegó a surgir vida, y existe para ello una buena razón: la presión atmosférica en su superficie es del orden de las 90 atmósferas, es decir, literalmente aplastante.

Por si fuera poco, si ya de por sí una presión tan brutal era suficiente razón para convertir en inhabitable a un planeta, esta atmósfera tan densa acarrea otro fenómeno asimismo incompatible con la vida, al menos tal como la conocemos: un efecto invernadero tan intenso que eleva la temperatura de la superficie venusiana hasta casi los 500 grados centígrados, muy por encima de la que le correspondería por la simple irradiación solar. Y de remate Venus es un planeta extremadamente seco, por lo que si Dante hubiera conocido estos datos no es de extrañar que hubiera situado al Infierno de su Divina Comedia precisamente en él.

Bien, vamos a hacer ahora un poco de ciencia ficción o, por ser más precisos, de ciencia especulativa, puesto que la propuesta de terraformar Venus mediante ingentes cantidades de algas verdeazuladas —similares a las primitivas de la Tierra— capaces de transformar el dióxido de carbono en oxígeno no partió de ningún escritor del género, sino del muy respetado Carl Sagan. Asumamos, pues, que fuera posible eliminar ese dióxido de carbono que tanto nos incordia, obteniendo por un lado el oxígeno que necesitamos para poder respirar y suprimiendo por otro la causa que provoca ese efecto invernadero tan brutal. Asumamos también, añado de mi cosecha, que pudiéramos proveer a Venus de esa agua que necesita estrellando contra su superficie cometas u otros cuerpos helados procedentes de los confines del Sistema Solar a los cuales habríamos desviado de sus órbitas. Supongamos, por último, que ha pasado el tiempo suficiente para que estos procesos tuvieran lugar, obteniéndose un Venus razonablemente frío y con el oxígeno y el agua necesarios para la vida. ¿Habríamos terminado?

Pues tampoco, ya que ahora nos tropezaríamos con algunos obstáculos de índole astronómica y, por lo tanto, de muy difícil, por no decir imposible, resolución. Resulta que, a diferencia de la Tierra y de la mayoría de los planetas del Sistema Solar —Urano es la otra excepción—, todos los cuales presentan un eje de rotación aproximadamente perpendicular a los planos de sus respectivas órbitas —el ángulo que forma el eje terrestre con la perpendicular es de unos 23 grados—, Venus se empeña en llevar la contraria con unos increíbles ¡177 grados!, es decir, casi boca abajo. Dicho con otras palabras es como si rotara al revés —por eso se dice que su movimiento es retrógrado— con un ángulo de tan sólo tres grados.

En principio esto puede parecer que no fuera un inconveniente grave, ya que a efectos de irradiación solar, que en el fondo es lo que importa, Venus tendría también sus estaciones, atenuadas incluso respecto a la Tierra, importando relativamente poco que los astros, incluido el propio Sol, se movieran aparentemente en dirección contraria. Al fin y al cabo nada tiene que ver esto con el caso de Urano, que con una inclinación axial de 98 grados en vez de rotar rueda literalmente sobre su órbita, lo que hace que sus días sigan un extraño ciclo anual —de 84 años terrestres, se entiende— en el que se alternan, cuando el eje de Urano mira hacia el Sol, días perpetuos en medio planeta y noches asimismo perpetuas en el otro medio, con períodos de días y noches más o menos normales —su período de rotación es de unas 17 horas— cuando el eje está de lado, lo que traspuesto a la Tierra resultaría sin duda bastante perturbador.

El problema no sería la inclinación del eje venusiano, sino la duración de sus días: nada menos que 243 días terrestres, más incluso que su propio año de 224 días, también terrestres. Es decir, Venus rota tan lento sobre sí mismo que tarda más de un año de los suyos en describir un solo día. Huelga decir que este fenómeno, único en todo el Sistema Solar, tiene como consecuencia unos ciclos de luz y oscuridad muy extremados y difícilmente compatibles con nuestros ritmos circadianos, eso sin contar con sus previsibles efectos perniciosos en la climatología del planeta aun sin la influencia del citado efecto invernadero.

Así pues, olvidémonos de Venus y fijemos nuestra atención en Marte, un planeta que atrajo poderosamente la atención de los escritores de ciencia ficción, los cuales lo imaginaron como un mundo moribundo... sin faltarles su parte de razón, a diferencia del completamente falso Venus tropical popularizado por esta misma literatura.

En realidad Marte es hoy un planeta total y absolutamente muerto —incluso desde el punto de vista geológico— con una atmósfera muy similar a la de Venus, pero mucho más tenue no sólo que la venusiana, sino también que la terrestre, dado que su presión al nivel de la superficie apenas alcanza la centésima parte de la nuestra. Es decir, no sólo es irrespirable —carece casi por completo de oxígeno— sino que además es muy poca, de todo punto insuficiente para albergar la vida primitiva que en la Tierra condujo a la actual atmósfera rica en oxígeno.

Aunque todavía no se sabe si Marte llegó a albergar en el pasado algún tipo de vida, de lo que sí hay certeza es que hace miles de millones de años tuvo agua suficiente como para que ésta labrara una serie de profundos accidentes geológicos. Y como en las condiciones atmosféricas actuales no es posible la existencia de agua líquida en la superficie de Marte, dado que ésta se evaporaría de forma instantánea, la deducción inmediata es que debió de contar también con una atmósfera mucho más densa que la actual. ¿Dónde fueron a parar esa agua y esa atmósfera? Se ignora. Quizá al espacio, quizá quedaron fijadas en el suelo, al parecer muy oxidado. En cualquier caso, se perdieron mucho antes de que la Tierra fuera un lugar mínimamente habitable.

Puesta de sol en Marte
Así pues Marte también nos falla, y eso que en principio parecía cumplir con los requisitos astronómicos en los que Venus fallaba: su día dura poco más que el terrestre —apenas es media hora más largo— y su inclinación axial es prácticamente la misma que la de la Tierra, lo que le permite disfrutar tanto de unos ciclos de luz y oscuridad periódicos como de unas estaciones completamente normales, aunque estas últimas sean, como cabe esperar, el doble de largas dada la mayor duración de su año. Por supuesto es bastante más frío que la Tierra, pero en las regiones ecuatoriales nos habríamos podido apañar. Incluso la gravedad, que es un tercio de la terrestre, podría ser llevadera... pero no nos sirve, al menos considerando unas condiciones de habitabilidad similares a las que disfrutamos en nuestro viejo y acogedor planeta azul.

He puesto estos dos ejemplos bien conocidos, Venus y Marte, para demostrar que no basta con ser un planeta de tipo terrestre —en realidad esta definición hace alusión tan sólo al tamaño y a la composición química y morfológica, no a su posible habitabilidad— para contar con probabilidades de ser habitable, ya que con que solamente falle uno de los diferentes factores que establecen este delicado equilibrio todo se nos vendrá abajo sin remisión. Y eso, claro está, sin contar con otras posibles causas de las que todavía no tenemos certeza, como por ejemplo la hipotética existencia de planetas —habitables o no— en el seno de sistemas estelares dobles o múltiples, algo que constituye un tema de discusión entre los astrónomos.

Y si, pese a todo, existieran planetas habitables en el sentido que entendemos de afinidad con la Tierra, asumiendo que en ellos pudiera existir vida no se podría descartar tampoco que ésta presentara una biología totalmente exótica, lo cual nos conduciría a una poco agradable sorpresa: por muy similar —en el sentido de la evolución convergente— que fuera la vida de estos planetas a la terrestre, resultaría prácticamente imposible una compatibilidad entre ambas bioquímicas, con lo cual de poco nos serviría encontrarnos con un lugar apto para la vida si éste ya estuviera ocupado por unos animales y unas plantas que no nos sería posible comer. La única opción posible sería entonces la de aniquilar por completo todo atisbo de vida nativa para proceder a continuación a implantar la importada de la Tierra, una tarea verdaderamente titánica sin contar, claro está, con el descomunal ecocidio que esto supondría.

Así pues lo siento, pero pese a mi inveterada afición a la ciencia ficción en general, y a los imperios galácticos en particular, lo cierto es que veo muy problemática una hipotética colonización del cosmos, al menos en lo que respecta a unas condiciones de vida comparables a las de nuestro planeta. Es por ello por lo que en su momento me llamó poderosamente la atención la obra literaria de Hal Clement, un escritor de ciencia ficción relativamente poco conocido en nuestro país que, a diferencia de los tópicos usuales, nos presenta un universo en el que los planetas terrestres —remarco el adjetivo— son lo suficientemente distintos de la Tierra como para convertir en problemática la existencia de la humanidad en ellos. Son planetas que geológica y astronómicamente no se diferencian demasiado del nuestro, lo que no impide que sus condiciones de habitabilidad sean lo suficientemente exóticas, cuando no directamente penosas, como para convertirlos en auténticos infiernos. En consonancia, los extraterrestres que imagina Clement dejan de ser los hombrecitos verdes —o su equivalente— al uso, mostrándose perfectamente adaptados a sus respectivos entornos y, por consiguiente, diferentes por completo a cualquier tipo de metabolismo afín al nuestro.

En realidad Hal Clement no es un escritor demasiado brillante desde un punto de vista literario, ya que como suele ocurrir con los adscritos a la ciencia ficción tecnológica, o dura, sus novelas acostumbran a pecar de un exceso de didactismo científico, a la par que flojean bastante en lo que respecta a su interés narrativo. Desde luego no es el autor de ciencia ficción más entretenido ni, mucho menos, el más imaginativo, amén de que los lectores que carezcan de un cierto nivel de conocimientos científicos corren el riesgo de verse desbordados y, de rebote, aburridos... pero tiene la ventaja, y en esto no se le puede negar su maestría, de que es capaz de recrear como nadie unos posibles mundos exóticos que, quizá, no sean demasiado distintos de los que nos podamos encontrar realmente el día que la raza humana pueda viajar a las estrellas.

Porque desde luego mundos como Mongo, Trántor, Arrakis o Tatooine, por muy atrayentes que puedan resultar, tan sólo pueden existir, mucho me temo, en nuestra propia imaginación.

Originalmente publicado en www.jccanalda.es

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